lunes, 5 de diciembre de 2016

La pérfida Albión

Siempre he sido aficionado al mar. Por ello hace ya bastantes años leía la Revista de Historia Naval de la Marina, y últimamente dos portales: todoavante y todoababor, ambos dedicados a la investigación y divulgación de la historia naval española. Y como quiera que uno de nuestros principales adversarios en la guerra naval ha sido Inglaterra, me he adentrado en el estudio de los principales enfrentamientos habidos entre ambos países, con el mar como escenario o como protagonista parcial, para el caso de las batallas anfibias.
Y una de las conclusiones a las que he llegado es a la de la manifiesta parcialidad de los ingleses a la hora de escribir su historia. Esto a su vez ha influído en la narración de la nuestra, al haber aceptado sus versiones sin contrastarlas debidamente, lo que ha llevado a aceptar ideas equívocas; la más importante de ellas, la creencia de que la hegemonía naval española se perdió a raíz del fracaso de la Armada Invencible, cuando la realidad es que no lo fue hasta 1640, y a manos de los holandeses, no de los ingleses. La sobreestimación de los navíos españoles hundidos en la tempestad subsiguiente, y una cierta ligereza por parte española en el estudio de nuestra marina (por parte inglesa aprecio el deseo de falsear la historia), han llevado a ese resultado; lo que es tanto más chocante si se considera lo exhaustivo de los registros navales españoles de la época. Pero tuvo que ser un norteamericano, Hamilton, quien primero estudiara el envío de los metales preciosos de América.
Hoy, cuando el nivel cultural de nuestro país ha subido, que se produzcan esos equívocos es más dificil; si bien ya veremos si continúa, habida cuenta el desprecio imperante hacia la cultura en general y, en los colegios, hacia el estudio de la historia. Un factor positivo es el importante número de marinos de guerra retirados que se dedican a nuestra historia naval, tan rica.
Un paradigma de la parcialidad de los ingleses en la historia naval es la desastrosa expedición inglesa contra Cartagena de Indias, en el entorno de la Guerra de la Oreja de Jenkins. Habiendo dado por supuesto la toma de tan importante puerto cuando el desembarco inglés en la selva, batieron moneda conmemorativa, en la que se veía al almirante y defensor Blas de Lezo entregando su espada al almirante Vernon, con una inscripción relativa al orgullo español vencido por los británicos. Cuando llegaron a Inglaterra las noticias del desastre, agravado por otra derrota de dicha flota -la mayor vista hasta el momento- en Cuba, su rey prohibió que se hiciese mención alguna a ello en su presencia y que constase en las crónicas históricas. Actualmente, los historiadores británicos pasan de puntillas sobre el tema.
Este intento de apoderarse de Cartagena de Indias nos recuerda la insidia británica en la declaración de la Guerra de la Oreja de Jenkins, en la que el incidente del apresamiento de un contrabandista, Jenkins, por parte de un guardacostas español fue un mero pretexto para intentar apropiarse de las posesiones españolas en América. La codicia británica no tiene límites: a poco que se examine su historia, se cae en la cuenta de que Inglaterra es un país absolutamente egocéntrico, que ha actuado en la esfera internacional con total carencia de escrúpulos y desprecio del derecho internacional; su máximo exponente ha sido la infame Guerra del Opio contra China en el siglo XIX, bochornosa para un país teóricamente cristiano. De ahí el apodo de "la Pérfida Albión".
Por lo que a nosotros concierne, y ciñéndonos únicamente a la historia naval, los medios de comunicación se han hecho amplio eco, en estos últimos años, del rescate del tesoro de la fragata Mercedes y de su traslado a España, tras ganar la batalla jurídica mantenida en los Estados Unidos contra la empresa que procedió ilegalmente a su rescate. El episodio del hundimiento de dicho navio y de otros que le acompañaban es muy ilustrativo de la manera de proceder británica, típicamente pirata al atacar barcos  sin estar en guerra y con el único objetivo de apoderarse del botín.
El caso de Drake, en el siglo XVI, es también ilustrativo: un negrero reconvertido en pirata que ataca las posesiones españolas sin mediar declaración de guerra, con la connivencia de la reina de Inglaterra. A poco que se analice su trayectoria, se verá que el celebrado marino se movía impulsado por el ansia de botín, no por el patriotismo: baste citar el incidente de que, tras pasarse un año pirateando en América, cuando su flotilla fue atacada de modo imprevisto por los españoles, él y su lugarteniente Hawkins largaron velas, dejando al resto de sus hombres en la estacada (por cierto que perdieron todo el botín); o el de cuando en 1589 capitaneando la escuadra inglesa que trataba de arrebatar Portugal a España, se desvió de su rumbo para atacar la Coruña, ante la falsa noticia de que había arribado un galeón cargado de metales preciosos, sufriendo un tremendo número de bajas y sin lograr tomar dicha ciudad.
No es casualidad que las películas anglosajonas hayan presentado a los piratas como a unos héroes, como si el robar, matar y violar en o desde el mar pudiera ser otra cosa que un acto criminal.
La City, que en los siglos XVI  a XVIII financiaba barcos negreros y expediciones piratas, hoy sufraga la especulación financiera internacional.